A pesar de que no hizo todavía la guiñada ya no cabe ni una sola persona más en la plaza. Un negro medio dormido, en una petisa manca, lleva a la grupa un peludo de aquéllos que no se empardan.
El Conde de Romanones abunda en malas palabras porque le viene gritando un gurí: ¡Viejo… las parras! La rubia María Cachorro, dándole a la colorada, se vino del Cerro al Centro seguida de su perrada.
Y María entre suspiros, disfrazada de gitana, llevando un galán del brazo va con rumbo a la bailanta. Tolentino se hizo el vivo con una mujer casada pero el marido le puso el pajilla de corbata.
Al pardo Macaco Baio, por pegar un tajo a un máscara, lo llevó la policía en un loco jaia-jaia. Cantando cruza la línea o despuntar la alborada un corda’o carnavalesco de morenos de Santana.
Cada vez que se le ocurre soplar el viento en la plaza, el ambiente se satura de intenso olor a quitandas. El guardia civil Procopio se emborrachó en la parada y le dice desaforos a toda negra que pasa.
Pizpireta y coquetona, la sirvientita de casa estrena un vestido nuevo de muselina estampada. Y a medida que transcurre el tiempo el corso se agranda, porque a pesar de la crisis, para fiestas siempre hay plata.
Pero a la noche traidora contraviniendo ordenanzas policiales, se le ocurre jugar carnaval con agua. Y adiós corso y mascarita, quitanderas y comparsas y adiós vestidito nuevo de la sirvienta de casa.
Son las once y ya no queda en la calle sólo un alma pero no obstante, la noche sigue jugando con agua.